dibujo: Pablo Temes, 2012

sábado, 12 de mayo de 2012

Otra forma de negociar

CIUDAD EQUIS - Revista de Cultura - abril 2012
diario La Voz del Interior - Córdoba


Malvinas, tan lejos, tan cerca.
A 30 años de la Guerra en el Atlántico Sur publicamos un dossier con diversos puntos de vista.

por Andrew Graham-Yooll

 
           Las Malvinas son argentinas, o lo van a ser en algún momento futuro.  Hay solución, es a largo plazo y llegará cuando alcancemos un tiempo en el que superemos el corto placismo que nos aqueja y caracteriza. Para ello tendremos que aprender lo que es una negociación diplomática, en circunstancias realmente diplomáticas.

Nuevamente estamos bajo un gobierno que considera que es razonable intentar una negociación bajo amenazas y vituperación. No está claro cómo se puede lograr así un trato que lleve a un tratado.  Por ejemplo, estamos aun bajo el mismo régimen en el que Néstor Kirchner canceló la utilización de territorio continental para vuelos a las islas y ahora la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner quiere introducir un servicio de tres vuelos semanales. No podemos pensar seriamente que se puede tramitar una serie de vuelos semanales al mismo tiempo que desde esferas oficiales se insinúa que nuestra Jefa de Estado irá a Londres a una cumbre de dirigentes internacionales para cantarle las cuarenta al primer ministro David Cameron.  Seguro que la van a aplaudir y alguien propondrá producir “La Dama de Hierro II”, pero más allá de esa diversión momentánea, una especie de corte de manga muy argentino, no vamos a tener de Malvinas ni un solo canto rodado.
Lo único que en una generación podemos ver como una acción de largo alcance,  pensando en los años por delante y no en los meses inmediatos, fue la resolución lograda por el gobierno del Dr. Arturo Illia en la Organización de las Naciones Unidas en 1964/5 que impuso a ambas partes la necesidad de negociar un arreglo que pusiera término al status colonial de las islas (que a partir de entonces debían ser identificadas como Malvinas/Falkland).  Esa resolución, alcanzada durante un gobierno al que poco valor político e histórico se le da, es la que llena la boca de los diversos opinantes cinco décadas después. La esencia de esa resolución fue descarrilada por nosotros hace tres décadas.
El debate argentino en torno a las Malvinas, donde es obvio que el discurso siempre comienza (como en este caso) con la aseveración de que son nuestras,  mejoraría ahora si tomara en cuenta algunas circunstancias menores.  No deberíamos mirar a las Malvinas como una disputa que se puede superar durante el término de gestión de un gobierno.  Tenemos que empezar a pensar, en un futuro más distante que es lo que requiere la política internacional. Los árboles nobles se plantan para que los disfruten nuestros nietos, sin pensar que nos sentaremos en su sombra para fines de las vacaciones.
Hay que convencer a los isleños que podemos ser buenos ciudadanos, más allá de si fuimos malos invasores, prepotentes y autoritarios.  Porque si bien hemos decidido que no nos gustan los “kelpers” (nombre que los isleños rechazan dado que proviene de un alga marina, bastante saludable en términos de alimentación alternativa pero no es agradable persistir en llamarlos yuyos) los isleños están ahí, desde hace dos siglos y muchos permanecerán aun si la autoridad británica fuera transferida a la Argentina. Y los derechos y deseos de esa gente va a tener que ser respetada tal como argumentamos que debemos respetar a cualquier comunidad en suelo argentino.
Fue interesante la reacción que provocó el texto de un grupo de diecisiete intelectuales y periodistas, incluyendo a Beatriz Sarlo, Santiago Kovadloff y Jorge Lanata, entre otros, en la última semana de febrero.   Los firmantes sostenían la necesidad de una aproximación más mundana a las islas y a sus habitantes e incluían el argumento que había que respetar sus derechos.  Esa opinión, que venía insinuada en dos columnas de Jorge Lanata, quien también sostenía la necesidad de becas e intercambios, causó una ola de amenazas e insultos totalmente fuera de lugar. La estridencia de la crítica creció al punto que el grupo firmante no logró obtener un recinto en donde presentar su declaración.  Un salón fue cedido, pero los dueños de otras dos o tres salas se negaron, invocando el temor a represalias. Finalmente el manifiesto no se presentó públicamente porque la fecha de emisión coincidió con el desastre en la estación Once, de Buenos Aires, 23 de febrero.  Al margen de ese hecho terrible que fue producto en parte de la corrupción reinante, la negativa a ceder espacios para el evento fue testimonio claro de que hay miedo en la Argentina. Vivimos en una sociedad con miedo.  No se puede negar.  Y si hay miedo a presentar una  opinión diferente a la sostenida por una mayoría, ¿es confiable una sociedad o un país donde su gobierno y sus habitantes niegan que existe el miedo y soslaya las evidencias?   Esta es sólo una de varias de esas “circunstancias menores” mencionada más arriba.  No es posible negociar mientras exista la amenaza del miedo.  Simplemente, el miedo es mal consejero.
Vale traer a cuento de lo anterior un artículo reciente del periodista Carlos Gabetta (ex director de la edición local de Le Monde Diplomatique) en donde recordaba (diario Perfil, 10 de marzo) haber firmado un comunicado junto con Julio Cortazar, Osvaldo Soriano y más, publicado en Le Monde, de París, en mayo de 1982, que decía, a) que las Malvinas pertenecen a la Argentina, b) que ese hecho es reconocido en todo el mundo, c) que la dictadura las había invadido por intereses de política doméstica, d)  que la acción de Londres y el apoyo de Washington parecían haber sido planificados de antes  y, e) que la Argentina corría peligro de ver postergados sus derechos.  El comunicado aquel, que se resume a términos telegráficos, es válido, en parte, aun hoy.  La concreción de los derechos fueron postergados. Pero el hecho de decirlo en un comunicado, y por decirlo acentuar la extraña transformación de todo opositor en patriota defensor de la causa nacional (luego de junio, nadie la apoyaba), valió a los comunicadores parisinos una catarata de amenazas.  Los argentinos en el exterior reflejaban a sus compatriotas en casa: el que estaba en desacuerdo era un traidor. Ridículo.  Tampoco podemos decir que la acción de amenazar sea aislada o de “cuatro loquitos”.  Es una práctica muy común a lo largo y lo ancho de nuestro territorio y no puede ser ignorado. Ignorarlo nos hace menos confíables.
Donde fallan Gabetta y otros es en el punto d).  No hay evidencia de peso que demuestre que el Reino Unido quería/necesitaba las islas en marzo de 1982. Lo que sí había, y la diplomacia argentina no quiso verlo, era un acuerdo de apoyo entre Ronald Reagan, presidente de EEUU, y la primera ministra Margaret Thatcher, basado en parte en una gran admiración de Reagan por Thatcher.  Agréguese a eso que los dos países  sostenían una histórica “relación especial”, aún a costas de darle las espaldas a lo que era la Comunidad Europea en su modernización y ampliación.  Sin embargo, Thatcher quería el comercio que le podía dar Europa. Para ello necesitaba una nación eficiente y sin el peso político de antiguas colonias, aún cuando el discurso político se remitía a los triunfos imperiales del pasado. En el patriotismo la derecha siempre supera a la izquierda y su pragmatismo también permite ignorar a la gesta patriótica. En 1981, Thatcher había reducido el rango de la ciudadanía de los isleños, que  ya no podían considerarse británicos.  Era parte de la nueva ley de nacionalidad.  Podemos creer o cuestionar la validez de ofertas del Foreign Office transmitidas al embajador argentino Carlos Ortiz de Rozas, en Londres, hasta último momento en 1982. Hay quienes piensan que los ofrecimientos de un arreglo fueron una forma de distracción de los británicos.  No parece. Se hablaba de cogobierno, de administración compartida, etc. Además, el embajador Ortiz de Rozas ha dicho que sin guerra esas islas ya serían argentinas.
A propósito de la embajada en Londres, un enviado más reciente, el embajador Federico Mirré, recientemente publicó en Perfil una serie de artículos sobre Malvinas,  narrando una historia del reclamo argentino pero soslayando la guerra.  No es posible invocar doscientos años de historia de reclamos si en tiempos recientes se han tomado las armas en una disputa.  El peso político de los muertos en combate, de los heridos y de la historia de lucha es enorme (aun cuando los argentinos todavía queramos ignorar a los veteranos, porque nos da vergüenza que no ganaron).
En tren de hipótesis, o de historia “contrafáctica” como gusta llamarla don Rosendo Fraga, es interesante preguntar qué hubiera pasado si, como alguna vez se argumentó,  el plan del general Galtieri y del almirante Anaya era desembarcar, izar una bandera, saludar y retirarse, con todo el apoyo naval necesario, pero mar afuera.  Hubiera sido un golpe brillante: habría dado una muestra al mundo de lo que se podía hacer en territorio reclamado, hubiera sido una demostración de habilidad militar y, lo tremendo, le hubiera dado la razón a un tipo como Galtieri y sus secuaces.  Quizás para bien del futuro de los argentinos, eso no ocurrió y la aventura fracasó.  Cuando se cumplió el desembarco, todo el generalato argentino corrió a compartir la Etiqueta Negra con el presidente, todos querían participar, siempre que pareciera tener éxito. (Situación que dio lugar, en Londres, al retruécano, “¿Cómo se meten cien argentinos en una cabina de locutorio?” Respuesta, “Se les dice que es de ellos.”)
Y cuándo tengamos las Malvinas, ¿qué haremos? ¿Mandaremos  turistas en tres vuelos semanales y alentaremos a dueños de inmobiliarias que buscan hacerse millonarios de inmediato arruinando un paraíso natural, simplemente porque, como la cabina de locutorio, “es de ellos”? Eso también nos puede parecer un “tema menor”, pero pesa en las negociaciones en un mundo cada vez más preocupado por la calidad del medio ambiente.   Hay que recordar que esos temas movilizan a una parte importante del electorado europeo.  El miedo a una perspectiva de descuido y ruina influye en las decisiones. No tienen más que mirar lo horrible que es la costa Atlántica al sur de Buenos Aires como evidencia.
Es natural que todo lo dicho aquí pueda parecer sin importancia en la agenda de una Cancillería que se merece un aplazo en diplomacia, porque la negociación política internacional sólo trata “asuntos mayores”.   Pero ya no es así en muchas partes del  mundo, y especialmente en la que nos atañe en este caso. La influencia que tiene una campaña electoral crítica o negativa es enorme.  Claro que están los 179 años de reclamo argentino, que incluye el intento de  Juan Manuel de Rosas de canjear la deuda de la banca Baring por las islas en 1837, y muchos discursos en la Asamblea de Naciones Unidas.   Pero también hubo una guerra hace treinta años, que ahora recordamos con dolor, conscientes de que no es posible dejar a un lado a los muertos, a los héroes, a los veteranos, de ambos países.  La cuestión Malvinas requiere una nueva forma de negociación.