dibujo: Pablo Temes, 2012

domingo, 12 de febrero de 2012

La película y la memoria

domingo 12 de febrero de 2012                                   LA NACION
ENFOQUES
por Andrew Graham-Yooll



Muy buena la Margaret Thatcher de Meryl Streep, en la película de Phillida Lloyd (aunque el film fue declarado muy malo por el crítico de La Nación). Y es atendible la campaña que se inicia proponiendo a Streep para el Oscar por su Dama de Hierro.

La voz recreada para el rol de la primera mujer política en liderar el Reino Unido se escuchaba casi como si la dirigente hubiera vuelto a la primera línea  de acción, bien desarrollada, fuerte y estridente, autoritaria. Recordemos que la misma Thatcher hizo terapia oral y ensayo de discurso en los años setenta camino a lo más alto en la política europea luego de derrotar a Ted Heath como “líder de la oposición”, cuando el partido Conservador apuntaba al poder.  Pero Streep no es Margaret Thatcher  y su Thatcher de película no es la mujer que algunos británicos, ese sector duro, conservador, chapado a la tradición de grandes dirigentes, quiere recordar.  

Ya lo dijo David Cameron, primer ministro conservador de Inglaterra: “excelente película (cuestionado, como dijimos), gran actuación, lástima que se concentra demasiado” en la decadencia de la ancianidad. No era para Cameron el momento ni la forma de encarar una vida que algunos británicos quieren ver como a la par de Sir Winston Churchill  (1874-1965), el hombre que llevó a Inglaterra de la casi derrota frente a Hitler a la victoria contra la Alemania nazi,  hombre que la Thatcher admiró siempre y casi parecía emular durante la guerra de las Malvinas.  No la quieren ver hoy como a “Maggie” decrépita (en la vida real, de 86 años), así como en los años sesenta no quisieron ver a Churchill como Winnie en la senilidad.   

Pero, ¿hay momento adecuado para la biografía, de libro o película sobre una figura que alcanzó la notoriedad mundial?
Probablemente, no. Recordemos que la película de Lloyd-Streep, estrenada en Londres el 11 de diciembre y que el jueves, 2 de febrero llegó a nuestras pantallas, se inicia con la escena de una viejita que sale a buscar la leche, y la muestra así, luchando con la demencia senil, a lo largo de tres días (parece excesivo en una película de 89 minutos), antes de pasar a la memoria de lo que fue. Pero lo que obviamente interesa mucho más que la disfunción de la vejez es la mujer en su logro máximo: conduciendo un país desde el colapso económico al éxito como capital financiera de Europa. Quizás sea inevitable que una vida no quepa en una película, como tampoco cupo en la autobiografía que ella escribió hace ya 15 años, ni en los diversos y abundantes volúmenes escritos por terceros.  Por ejemplo, en la película faltaba la política más intensa y, para nosotros aquí en la Argentina, hubiera sido bueno ver más sobre Malvinas, que quedó en el detalle histriónico y no mucho más.
Lo que hace bien la película es recrear algunos de los personajes que secundaron desde el primer momento a Thatcher.  Ante todos está su marido, empresario, alguna vez accionista del holding que tenía la Falkland Islands Company, Denis Thatcher, quien no sólo le dio dos hijos sino además le financió la carrera en sus inicios.
Thatcher comenzó como Margaret Hilda Roberts, hija de un almacenero de la esquina en la ciudad de Grantham, en el centro de Inglaterra.  Fue a la universidad, estudió química, luego derecho, entró a la política, conoció a Denis, y llegó a la Cámara de los Comunes.  De ahí que la carrera que recorrió desde hija de almacenero, de clase media baja, a la cumbre del poder con frecuencia llevó a la ironía barata y despectiva en una sociedad sumamente clasista.
Siempre estuvo el sempiterno Denis, a quien la película representa como personaje ambivalente.  Jamás.  No le gustaba la política, si bien se divertía como consorte. Se enojaba cuando insultaban a su mujer. Gran parte de su diversión fue que la revista de humor “Private Eye” lo presentaba como payasesco (hasta en su preferencia por el gin tonic perfecto, bebida que, cuando consideraba que no estaba en las proporciones justas, vaciaba su vaso en las macetas de los corredores del poder, causando estragos en la decoración vegetal). Denis hasta entró en una correspondencia con uno de los directivos de la revista, en un intercambio que pasó a ser lectura obligatoria en la comunidad política (y cuando Denis no escribía se le inventaba un informe de agenda semanal muy graciosa).  La secuencia fue adaptada y llevada al teatro del West End londinense.
El otro personaje de relieve que recrea la película es la de un hombre formidable, el diputado Airey Neave (1916-1979)  que apostó a la formación y candidatura de Thatcher para jefa del partido Conservador.  Neave era de una personalidad admirable, educado en la escuela de elite de Eton y en la universidad de Oxford.  Fue el “coach” de Thatcher cuando varios capitostes del partido decidieron que no había hombre para derrotar al decadente gobierno laborista de Jim Callaghan. (Ojo, escribo como afiliado al partido laborista, que fui hasta mi regreso a la Argentina en 1994.)  Callaghan había derrotado a los conservadores en 1974 y enfrentaba una revuelta interna y tremendo desorden. Thatcher fue electa jefa del conservadorismo en 1975 y a partir de entonces nada la detuvo…
Le causó un serio tropezón el asesinato de Airey Neave, de 63 años, por el Ejército Republicano Irlandés (IRA), el 30 de marzo de 1979. Fue una bomba bajo su coche que estalló cuando salía de la Cámara de los Comunes, apenas un mes y medio antes de la victoria electoral de Thatcher en mayo de ese año.  La película insinúa la dureza de ese golpe sufrido por la jefa del partido, pero la mantiene como personaje frio y duro. Abundaron los rumores que Thatcher estaba enamorada del hombre (sin duda había gran afecto dado el apoyo que él le había dado) si bien nunca se demostró nada más allá de una fuerte amistad política. Hasta la campaña electoral incorporaba señales de un planificador todo terreno: uno de los slogans más recordados de la época, con su insinuación tanto sexual como política, fue, “Ponga a una mujer arriba” (“Put a woman on top!”).
Lo que una película no puede mostrar, por razones obvias de técnica y tiempo, es la teoría de la política.  En este caso sería útil recordar, y enfatizar, aunque sólo fuera para entender los cambios que introdujo a partir de 1979, que Thatcher hizo la revolución desde la derecha.  Así como el laborismo de posguerra en 1945 transformó un país cansado de guerra pero con un proletariado que reclamaba a gritos la recompensa por sus esfuerzos y un lugar en la política del país, el conservadorismo de Thatcher  modernizó a las patadas (o a los carterazos, según el chiste de época) a un país hundido en el fracaso económico y considerado, junto a Italia, “el enfermo de Europa” (“Sick man of Europe”).  La gran ironía de esto fue que su mejor alumno no resultara ser su sucesor como primer ministro, el sombrío John Major (a partir de 1991), sino el laborista (o “nuevo laborista”/ New Labour, para diferenciarse de los anteriores a 1979) Tony Blair, a partir de su victoria en 1997.  Blair llevó las privatizaciones donde Thatcher no se animó a pisar, en los ferrocarriles y el correo, por ejemplo,  ni en las transformaciones presupuestarias, como fue la imposición de la educación universitaria semi paga (mediante préstamos), por primera vez desde 1945.
En cuanto a lo estrictamente político, la película intenta recrear aquel otoño de 1984, cuando el IRA casi mata a Thatcher con la bomba que estalló en el Grand Hotel, de Brighton, sobre la costa sur inglesa, cuando se desarrollaba  la convención anual del partido Conservador.  Thatcher salió ilesa pero visiblemente sacudida por la cercanía de la muerte y eso se presentó bien.
Faltan detalles. Por ejemplo (para interés nuestro aquí en la cercanía del “South Atlantic”), que aunque la muestran dudando acerca de la extensión de una guerra hubiese sido interesante recrear el momento en que se le preguntó a Thatcher, en 1982, cuánto estaba dispuesta a arriesgar para reocupar las Malvinas luego del desembarco argentino. 
En ese momento, cuando la flota ya navegaba en el Atlántico sur y se conoció el hundimiento del H.M.S. Sheffield, alguien entre sus íntimos le hizo la pregunta. En Londres, en ese momento, parecía posible que Gran Bretaña fracasara frente a Argentina.  Thatcher se jugaba entera y no estaba dispuesta a ceder, ¿Hasta dónde… estaba dispuesta Mrs. Thatcher a perder…  podían caer cien hombres…?  ¿O quinientos? ¿O mil? ¿O diez mil?, hasta conquistar las islas. Nunca respondió a esos interrogantes. No tenía respuesta para el fracaso posible.
Previo a esa instancia dramática, otra bastante pesada fue aquella tarde de fin de semana, ya conocido el desembarco del día 2 de abril, cuando la Cámara de los Comunes se reunió un sábado, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. En la sesión se preveía el informe de gobierno, proyección y debate.  Pero según su propia declaración, la Sra. Thatcher no llevaba plan formulado. Fue la insistencia del entonces jefe de la bancada laborista, el admirable y muy querido, Michael Foot, socialista de ley, veterano de la Guerra Civil española, combatiente en la Segunda Guerra, e intelectual de primera, que la arrinconó. “Que la primera ministra diga que va a hacer…” o palabras por el estilo, y luego a gritos, “¿Qué va a hacer?” repetidas veces.  Thatcher, atrapada, adoptó la postura de su admirado Churchill y anunció: “Mandaremos la flota…”
Esos fueron momentos de enorme tensión y dramatismo, casi cinematográfico, pero tendremos que esperar otra biografía fílmica.  Más allá de la larga recesión de los años ochenta, las huelgas (mineros, por ejemplo), las turbulentas revueltas callejeras que dejaron a sectores de la ciudad de Liverpool en llamas, y la reelección de 1983, ganada sobre la base de la pequeña mejoría económica más que con el triunfo en Malvinas, sería interesante representar el mecanismo político que le dio la segunda reelección en 1987, en pleno desagrado popular por un severo aumento de un nuevo impuesto comunitario (otro tipo de ABL).  Dos semanas antes de la fecha electoral era evidente que Thatcher perdía.  En el curso de la primera de esas dos semanas, Thatcher despidió a su equipo de campaña y formó lo que sería el “kitchen cabinet” (gabinete de cocina), un equipito de cuatro o cinco interlocutores amigos, políticos, con quienes discutió durante una larga noche un cambio de táctica en la cocina  de Nº 10 Downing Street, la oficina/residencia de los primeros ministros. Se transformó la publicidad, las sonrisas no debían ser los témpanos de siempre, y el diálogo público tenía que ser amable a la vez que confrontativo.  Una semana después, Thatcher ganaba por tercera vez.
Bueno, tendríamos que hacer otra película. 
Muy bueno lo de Lloyd/Streep, pero con nuestro guión, vamos…